EL derrumbe de Pedro Castillo

Opositores y algunos funcionarios del derrocado presidente peruano Pedro Castillo –entre ellos, la hasta el miércoles vicepresidenta, Dina Boluarte– calificaron de “golpe de Estado” la decisión del mandatario de disolver el Congreso, decretar un gobierno de excepción, llamar a elecciones para una constituyente y emprender la “reorganización” del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional.

Internacional 08 de diciembre de 2022 J R J R
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Resulta fácil calificar lo ocurrido en Perú con los eventos de los últimos días. Fácil, pero engañoso. La mirada ofrecida en este editorial del diario mexicano La Jornada sirve para entender más a fondo el cataclismo institucional e interpretarlo en su contexto latinoamericano.

Opositores y algunos funcionarios del derrocado presidente peruano Pedro Castillo –entre ellos, la hasta el miércoles vicepresidenta, Dina Boluarte– calificaron de “golpe de Estado” la decisión del mandatario de disolver el Congreso, decretar un gobierno de excepción, llamar a elecciones para una constituyente y emprender la “reorganización” del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional. En respuesta a tales determinaciones, el Legislativo destituyó a Castillo por una abrumadora mayoría y la fiscal Patricia Benavides ordenó la detención del hasta entonces mandatario, quien fue retenido en la Prefectura de Lima por la Policía Nacional. De inmediato, un portavoz del Departamento de Estado declaró en Washington que Estados Unidos considera a Castillo un “ex presidente”.

 

Sin afán de justificar las medidas adoptadas por el antiguo maestro rural, es importante considerar su contexto: en año y medio en el cargo, Castillo no pudo llevar a cabo el mandato que recibió en las urnas en junio del año pasado –y que incluía la convocatoria a un congreso constituyente y la desactivación del Tribunal Constitucional– porque durante ese tiempo su gestión fue sistemáticamente saboteada por la derecha, tanto en el ámbito legislativo como en el judicial y en el mediático. La pertinencia de la reorganización institucional que propugnó el presidente fue dramáticamente confirmada por 15 meses de una ingobernabilidad, que es ya rutinaria en Perú y que se traduce en la inviabilidad del Poder Ejecutivo: de 2018 a la fecha, la nación andina ha tenido seis presidentes, varios de ellos destituidos por el Legislativo, e incluso procesados, por acusaciones –verídicas o falsas– de corrupción.

 

En este contexto, es claro que la remodelación institucional del país y la regeneración de una clase política del todo descompuesta eran y siguen siendo tareas indispensables para dar a Perú un mínimo de estabilidad y certeza política. En el caso de Castillo, la disfuncionalidad de las instituciones fue aprovechada desde el primer día de su gobierno por una derecha corrupta, racista y oligárquica que vivió como un agravio la llegada al Palacio de Gobierno de un sindicalista indígena dispuesto a aplicar un programa de justicia social, soberanía y recuperación de las potestades más básicas del Estado en materia de economía.

 

Aun antes de las elecciones de 2021, la derecha oligárquica emprendió una campaña de linchamiento en contra de Castillo, para lo cual echó mano de sus medios y de sus partidos y de todas las posiciones de poder que controla, y no dudó en cerrar filas en torno a la candidatura de Keiko Fujimori, hija de uno de los presidentes más corruptos y represores de la historia reciente.

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